Llegué a la vida libre. Desnuda, auténtica y espontánea. Sin pecado original mientras nadaba en las aguas de mi madre. En el útero de la Sacerdotisa había silencio, quietud y claridad.

Fueron cerca de nueve meses de presencia plena en un paraíso sin comparación. Era gota y también océano.

El nacimiento fue el primer látigo de realidad. Aunque mi madre no lo recuerda e, incluso, quizá no lo sabe, creo que le indujeron el parto.

Una sensación extraña me embargó y todo ese espacio que me cobijaba de un momento a otro comenzó a expulsarme.

Perdí mi paraíso en cosa de horas y si bien unos brazos amorosos y emocionados me recibieron, la mancha del pecado original ya se había instalado en mí.

La biología ha hecho que seamos incapaces de recordar la parte más importante de nuestra vida: los primeros años en que todas y cada una de las experiencias se quedan grabadas en el inconsciente.

Y este seudo olvido sin duda tiene un sentido.

Mis padres me criaron con todo el amor que tenían en sus corazones. Atendieron con cariño y estabilidad mis necesidades básicas. Estuvieron disponibles para mí en la medida de lo posible y acorde a las circunstancias del contexto en que nací.

Sin embargo, como la mayoría de los seres humanos, no fueron conscientes de la herida de separación que en mí se estaba formando.

Aclaro que no hay ningún reclamo acerca de ello, ya que esto es parte del proceso de toda vida humana, algo que he podido entender tras varios años de navegar en las profundidades de mi mundo emocional y mental.

Recibí una buena educación que me permitió llegar a cursar estudios secundarios. En el proceso experimenté la presión social y familiar de ser la primera de cinco hijos y quien debía dar el ejemplo.

Estudiar me costaba poco porque tengo facilidad para aquello. El problema era que terminada la enseñanza secundaria no visualizaba ningún futuro posible para mí. Sentía que mi línea de tiempo se acababa abruptamente al finalizar cuarto medio.

Era como si mi vida se detuviera en el arcano V del Hierofante, el que representa la educación y la sociedad, mi arcano de nacimiento, además. ¿Qué había más allá de él para mí?

Mi imaginación me trasladó a lugares donde era una reconocida escritora o una gran bailarina. También una pianista afamada. Sin embargo, al escoger una carrera ninguna de esas opciones estuvo presente. La Estrella quedó ahí, en las nubes.

Seguí un camino funcional al sistema y me gustaba. Tenía un trabajo estable, compraba cosas que no siempre necesitaba pero que satisfacían deseos pasajeros y accedía a créditos bancarios. Era una buena ciudadana.

En mi vida afectiva tardé muchos más años de los que quisiera en tener una relación de pareja.

En algún punto de mi adolescencia y los primeros años de mi juventud, el miedo tomó el control de mi ser y el instinto de conservación me aisló de toda posibilidad de vincularme más íntimamente con un otro. Los Enamorados estaban vetados para mí.

En ese tiempo me sentía discapacitada para el amor. Si bien el bicho raro del colegio había logrado formar una crisálida bella y acogedora, a la libélula le quedaban años para manifestarse.

Transité los vínculos afectivos y llegué a formar una relación estable pero algo desafectada. Mis emociones se congelaron en algún punto de la vida. La pasión quedó también limitada por el pudor y una temprana creencia instalada de pecado.

Me sentí grande cuando recibí mi primer sueldo y cuando nos fuimos a convivir con mi pareja.

Fui feliz por varios años en esta dinámica y esa sensación placentera se acrecentó cuando me convertí en madre. Un pequeño ser decidió encarnar a través de mí para vivir su propia experiencia humana. Un alma que me escogió como compañera para aprender de mí y, sobre todo, para enseñarme.

Si bien nunca busqué con pasión tener un hijo o una hija (otros “miedos memorias” mediante), cuando decidí hacerlo, y se manifestó, fue maravilloso. Compartir en un mismo cuerpo dos almas es una sensación imposible de describir.

Mi hija nació y con ella se transformó mi vida. Ella marcó el inicio del despertar de la crisálida e impulsó la metamorfosis.   

Permitir que su vida se canalizara a través de mí es uno de los actos de valentía más grande que he visto en una persona tan cobarde como yo. En un estado de poderoso Mago se encendió esa chispa vital.

A partir de su nacimiento comencé a caminar por los senderos oscuros de la sombra, por aquellas zonas confusas de La Luna, donde habitan las memorias del inconsciente.  

Mi niña recién nacida me invitó a mirar a mi niña interior, aquella que aún no sanaba con conciencia sus propias heridas. Una niña miedosa, insegura, llena de rabia, que se había quedado escondida en los cajones de la mente.

Ella es mi maestra y me duele saber que también tiene su herida. Sin embargo, mi proceso de autoconocimiento me permite ahora entender que el dolor es parte de la vida, no así el sufrimiento.

Ella y yo somos gotas en un océano. Y aunque al encarnar sentimos el dolor de la separación, el camino nos lleva a reencontrarnos con ese ser esencial que fuimos, que somos y que siempre seremos. 

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