Tengo un secreto y no me atrevo a contárselo a nadie. Si me descubren sería mi fin.

Soy mujer. Soy mujer en un mundo dominado por hombres.

Hace muchos años mi madre tomó la decisión de esconder mi identidad y hacerme pasar por un varón.

Cuando nací evitó a toda costa las visitas y nos mantuvo seguras en casa de mi abuela. Nadie nunca supo que dio a luz a una hija. Mantuvo sus rutinas y continuó con su vida como si nada.

Cuando cumplí 8 años me explicó la situación. Entendí por qué había pasado tanto tiempo encerrada y sin conocer a nadie más que a ella y a mi abuela.

Afortunadamente vivíamos en el campo, muy lejos de otras casas, por lo que el aislamiento y la soledad no fueron un problema. Siempre tuve a la naturaleza. Árboles frondosos y de un verde intenso acompañaban mis días junto a caballos, vacas y patos.

Fui feliz, me sentía segura y protegida en mi pequeño reducto de linaje femenino.

Pero la vida no es una constante de situaciones alegres y en algún momento la burbuja se tenía que reventar.

Mi abuela no era vieja pero había tenido una vida difícil. Trabajaba para los dueños de un fundo haciendo aseo y cuidando a los críos de los patrones. También acompañaba a la señora de la casa en sus tareas de interior: cocinar, bordar, lavar, mientras la otra mujer destinaba la mayor parte del tiempo a elevar oraciones al dios-hombre cuya imagen figuraba en muchas fotos y cuadros dispuestos por todas las habitaciones.

Mi abuela creía que pedía por su liberación, pero la versión oficial es que tomaba en serio su tarea femenina de expiar los pecados de la familia.

Mi abuela murió en un accidente de cocina. Nunca supe muy bien qué pasó porque mi madre tampoco recibió la información completa. Ella la asistía a veces en su trabajo, pero ese día se había quedado conmigo en casa.

Estábamos en mi habitación jugando cuando llegó un hombre de aspecto desafectado a comunicar la noticia. Mi madre alcanzó a esconderme antes de que me viera. Regresó a la habitación con lágrimas en los ojos y entendí que algo malo había pasado.

Después de eso todo transcurrió muy rápido. Ella tendría que asumir el trabajo de mi abuela. Ese era su destino y habría sido el mío si no fuera por su acertada decisión de esconderme.

Me matriculó en un internado para hombres en Santiago y me envió con la instrucción de que hiciera lo que fuese necesario para evitar que descubrieran que era mujer.

Y así lo hice. Por más de 10 años conseguí, bajo trucos y medidas extremas que no quiero contar, ocultar mi verdadera identidad.

No puedo decir que fui feliz, pero al menos sobreviví y pude acceder a privilegios que están dirigidos solamente a los hombres.

Incluso logré inmiscuirme en una organización de inteligencia del Estado y trabajar como doble agente.

Mi vida secreta incluía traspasar información a un grupo subversivo que luchaba por la emancipación de la mujer, su nombre era La Morada, en honor al color que por años identificó a este movimiento.

Para reconocernos evitábamos las palabras claves. En su lugar, usábamos frutos de color morado. Moras y arándanos eran nuestros cómplices.

Con el tiempo descubrí que yo no era la única infiltrada ni la cambia-género. Éramos varias las que estábamos en la causa. Eso ayudaba a sentirse menos sola y a aceptar que el miedo era nuestro compañero colectivo.

Sabía que mis días estaban contados en esta dualidad e inversión de papeles, pero de todas formas no lo vi venir.

Algo salió mal y nos descubrieron. La consecuencia inmediata: nuestra eliminación. La rebeldía y subversión en el género femenino están estrictamente prohibidas en esta sociedad.

Llegaron de repente mientras resolvíamos un caso para el patriarcado. Cierta información que emanaba de fuentes confiables indicaba que había viajeras en el tiempo y desde el gobierno se había ordenado descartarlas ipso facto.

No sé si fue un engaño para hacernos caer, pero en medio de todo aparecieron con unas agujas que nos inyectaron a todas en el cuello.

Nadie quiere morir pero algunas lo aceptan más que otras. Una chica suplica por su vida.

Pienso que el efecto será inmediato, pero me equivoco.

Siento que mi cuerpo comienza a dormirse y aunque la muerte me respira en la nuca creo que estoy preparada para recibirla.

Voy al baño y mientras orino percibo que la sensación extraña se reduce. Quizá puedo evitar morir de esa forma y se lo digo a las demás.

Voy hacia una cama y ahí está la chica que suplicaba. De algún modo logró que le perdonaran la vida.

El resto de nosotras decidimos salir aprovechando que la única especie de libertad que se alcanza siendo mujer es cuando estás condenada.

Vamos hasta una plaza que nos trae buenos recuerdos. Es un espacio lleno de verde que rememora mi infancia protegida y aislada de los peligros de esta humanidad actual.

Al caminar vuelvo a sentir el efecto de la droga y de pronto me aterra la idea de que afecte todo mi cuerpo pero que al final mi cabeza siga lúcida.

Tengo un secreto y no me atrevo a contárselo a nadie. Si me descubren sería mi fin.

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